domingo, 7 de mayo de 2017

A propósito de unas conversaciones con Ernst Jünger

  He leído estos últimos días unas conversaciones con el anciano Ernst Jünger, editadas en español últimamente por la editorial Páginas indómitas
  Quisiera transcribir aquí, sencillamente, algunos fragmentos de las entrevistas en que el anciano pensador (cumplía cien años cuando se publicaron por primera vez) reflexiona sobre la tarea del escritor y sobre la poesía. 
  A propósito de la tarea del escritor, escribe: 
  «El verdadero escritor, como la verdadera riqueza, se reconoce no por los tesoros que posee, sino por su capacidad para hacer que se vuelvan preciosas las cosas que toca. Por lo tanto, es como una luz que, invisible en sí misma, calienta y hace visible el mundo» (65).

  Para Jünger, como en realidad para buena parte de los intelectuales del siglo XX, la historia está hecha de progreso y decadencia. El escritor está llamado a «captar la decadencia en su dimensión global, en su sentido trágico» (66). Captarla y ayuda a afrontarla sin miedo. Pero no imponiendo una doctrina o una verdad, sino justamente siendo como una luz que irradia, iluminando y dando calor: «La superación del miedo a la muerte es el deber de un escritor que se entrega: su obra debe irradiarla» (67).
  Cuando le preguntan por esa palabra, ‘irradiar’ (algunos de sus volúmenes de Diarios se titulan así: Radiaciones), contesta: «Es una palabra casi metafísica, como ‘emancipación’: indica un modo de transmitirse la energía, tanto en el sentido material como en el sentido espiritual» (67). 

  El escritor vive la realidad de un modo profundo. Su mirada y su palabra la espiritualizan y la transfiguran. Ese es el sentido de la poesía, algo necesario para el hombre, también en una época caracterizada por una pobreza planetaria, como la nuestra. A propósito de la poesía, comenta: «No es un lastre inútil, sino que forma parte de la naturaleza del hombre. Es su señal de reconocimiento» (118).
  Como es sabido, Jünger fue un héroe de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, también en medio de unas circunstancias dramáticas como aquellas supo encontrar la luz que los poetas irradiaban
«Durante la Primera Guerra Mundial siempre llevaba conmigo, en // el zurrón, una edición económica, la del editor Reclam, traducida por Gries, y la leía durante las pausas de los combates y en los momentos de descanso. Ariosto no era el único. También me acompañaban el Fausto de Goethe, Fontane y otros clásicos. En mi existencia los clásicos han sido como bajeles a bordo de los cuales he navegado a menudo más allá del tiempo y del espacio» (83-84). 

  Enseguida comenta por qué es tan importante la poesía, y, al mismo tiempo, por qué la época que estamos viviendo hace difícil su tarea:
«Ariosto arrebata al lector y lo transporta en una visión espiritualizada que transfigura la realidad, en la que nos encontramos con demonios, con héroes y heroínas… y el alma se llena de una riqueza infinita. El problema es que la transfiguración y la espiritualización de la realidad mediante el arte están amenazadas por la técnica» (85).

  En el mundo técnico y nihilista que vivimos, la poesía puede seguir jugando un papel fundamental. De ahí la importancia de los poetas —y, en general, de los escritores, en el sentido en que Jünger entiende el término— para atravesar el momento de transición que nos ha tocado vivir. Hombres que no se dejan dominar por los poderes dominantes, que han aprendido a mantener viva su relación con el ser. Viven retirados en el bosque de su intimidad, pero comparten al mismo tiempo, con sus semejantes, esa vida y esa luz que alcanzan a mantener viva.
  Jünger vivió retirado en la pequeña aldea de Wilflingen, pero seguía visitando y recibiendo visitas de sus amigos, los Solitarios. Recordaba con nostalgia los tiempos del París de la Segunda Guerra Mundial:
«En aquel París reinaba una atmósfera totalmente particular: era un mundo en el que se respiraba la presencia del espíritu, de la cultura, pero sin la dureza, el rigor, las tensiones del alma alemana. Se daba la armonía de la conversación brillante y placentera que reconforta: el eros de la inteligencia» (138).


  Algo similar a aquel ambiente de los Inklings que miramos con nostalgia...

martes, 14 de marzo de 2017

Nostalgia de los Inklings

  Un grupo de amigos unidos por una similar visión del mundo, de la humanidad, de la literatura, de la Universidad. Se reunían los martes a mediodía en torno a unas pintas de cerveza y los jueves por la noche en las habitaciones de Magdallen College. Hablaban, discutían, reían a carcajadas y leían en voz alta lo que habían escrito. Los demás tenían plena libertad para decir qué les parecía. Ahí no existía lo políticamente correcto, porque había amistad y confianza. De aquellas reuniones nacieron El problema del dolor, Perelandra, algunas de las inclasificables obras de Charles Williams y, sobre todo, El Señor de los Anillos.
  Se hacían llamar los Inklings. Quizá sus miembros más famosos (y más constantes) sean C.S. Lewis, J.R.R. Tolkien y C. Williams , pero había una docena de miembros más, que iban y venían. El mundo estaba en guerra, Europa caminaba a oscuras siguiendo a A. Hitler y J. Stalin (entre otros), y este pequeño grupo, en Oxford, soñaba un mundo más humano. ¿Su esfuerzo fue estéril? No lo creo. El mundo necesita amistades que saquen de cada uno su mejor versión. El mundo necesita personas capaces de pensar y compartir lo que piensan, sin miedo al diálogo abierto. El mundo de hoy tiene nostalgia de los Inklings.

Nuestra amistad crecía entre jarras
de cerveza y copitas de Oporto.
Hablamos tantas veces, las veladas
del jueves, sobre mitos y poemas,
y leímos relatos madurados
en las habitaciones frías de nuestro College.

El martes nos veíamos de nuevo
en el cuarto de atrás de la vieja taberna.
Qué risas y qué sueños, qué extrañas ilusiones
en nuestro inmenso mundo entre cuatro paredes.

Éramos gente extraña. Cuando el planeta entero
temblaba ante las armas y los hombres
vivían aterrados por las bombas
o seguían a un loco hacia el abismo
entre cantos guerreros, desfiles y banderas,
nosotros dialogábamos serenos (o exaltados)
volviendo a las cuestiones inmortales
que el hombre no podrá acallar jamás,
pues son su propia sangre.

Creíamos que el mundo podía ser distinto,
y echamos los cimientos de una humanidad nueva.
¿Qué habrá quedado, al fin, de todo aquello?
Ahí están nuestras obras, que se siguen leyendo,
y ahí está nuestra historia, nuestra rara amistad
y cuánto mejoraron nuestras vidas
compartiendo.


  El libro más conocido sobre este grupo es el de H. Carpenter, Los Inklings, que se centra en las figuras de Lewis, Tolkien y Williams. El año pasado apareció The Fellowship, de P. Zaleski, que desarrolla con más detalle el papel que tuvo Barfield en el grupo.
 

miércoles, 8 de marzo de 2017

Leyendo a Miguel d'Ors

  La semana pasada leímos y comentamos seis poemas del poeta gallego Miguel d'Ors (Made in Pakistan, Contraste, Madrigal de diario, Inexplicable, Sobre un verso de Miguel Hernández y Palabras Nunca). Voy a detenerme en el último de ellos: Palabras Nunca.

Sí, puedo escribir trigo,
y trémulo, y de oro,
pero nunca una espiga
brotará de mi verso
como brota del surco.
Puedo escribir jilguero
y trina, pero nunca
sonará en mis poemas
ningún canto.
Nunca nuestras palabras
cautivarán las cosas.
Se acercarán a ellas,
les girarán en torno
como una brisa débil…
y volverán vacías.
Con un perfume acaso,
con un eco, con una
memoria desvaída…;
pero las cosas siempre
quedarán en su mundo
y las palabras nunca
serán más que palabras.

 22.7.74


  En estos versos, d'Ors reflexiona sobre las palabras, el valor que tienen y su relación con la realidad. Las palabras nunca podrán someter a las cosas, ni formarán una unión esencial con ellas. La realidad será siempre más; más viva, más bella... más absoluta. "Y las palabras nunca serán más que palabras".

Referencia del libro:

El Misterio de la felicidad

Miguel d'Ors

Renacimiento, Sevilla 2009


domingo, 5 de febrero de 2017

A propósito de "El editor de libros"

   Todos los hombres tienen un mundo interior que les vive dentro. Henry David Thoreau llegó a decir, refiriéndose precisamente a esa dimensión espiritual del ser humano, que “Todo hombre es señor de un reino a cuyo lado el imperio terrestre del Zar es un dominio insignificante”. Mas de entre todos los hombres, hay algunos que tienen el don de transmitir al resto de la humanidad la vastedad de ese cosmos; hombres con el talento de evocarlo mediante el arte, a través del cual son capaces de hacer, de un sentimiento propio, un sentimiento universal, comprensible para el resto.
   Thomas Wolfe fue uno de ellos, y con su cometido de escritor aspiró a ir aún más allá. Quiso no solo hacer de su vida una historia, sino además abarcar la realidad de América en el que es quizá su libro más célebre: Of Time and the River. No obstante, al considerar la proeza de Wolfe, no se pude olvidar la encomiable labor que llevó a cabo Max Perkins como editor de sus libros. Él vio el talento del joven novelista y confió en que sus historias servirían de luz para el resto de los hombres en la noche de este mundo, todo lo cual se ve perfectamente reflejado en la película El editor de libros.  A lo largo de su trama se puede apreciar la relación tan cercana que se estableció entre ellos —casi se podría decir una relación de padre e hijo— en la cual Max Perkins, con su experiencia y un afecto auténtico hacia Wolfe, hizo posible que su obra se diera a conocer y resultara un éxito en Estados Unidos.
   Quizá la escena en la que mejor se retrata su amistad sea aquella en la que aparecen ambos en la azotea de la primera casa que tuvo Wolfe cuando llegó a Nueva York. Mientras contemplan Manhattan, que se extiende a sus pies, Max recuerda al novelista, con una hermosa alegoría, la importancia de su cometido; el de contar historias, y mediante el arte de escribir, dar a conocer su mundo y la realidad de su tiempo a la humanidad, haciendo la existencia de las personas un camino vitalmente más ‘llevadero.’ 

miércoles, 11 de enero de 2017

Los libros del año nuevo

Ahí va una lista de libros para este nuevo trimestre (si los exámenes nos lo permiten):
  -André Malraux, La condición humana (enero)
  -Curzio Malaparte, La piel (febrero)
  -Miguel D'Ors, El misterio de la felicidad  - me comprometo a comentar algunos poemas de esta antología...
  -Thomas Wolfe, Of Time and the River (febrero)
  -Edgar Allan Poe, Las aventuras de Arthur Gordon Pym

¿Y para leer juntos?
  -La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset
  -Thornton Wilder, El puente de san Luis Rey o Our Town
  -Las ciudades invisibles, de Italo Calvino
  -F. Dostoievsky, El jugador
  -N. Gogol, Roma
  -G.K. Chesterton, algo...
  -J.R.R. Tolkien, Hoja de Niggle
  -Isak Dinesen, El festín de Babette
  -Roal Dahl, Flannery O'Connor, Raymond Carver... algún relato breve. 
  -J.L. Borges, El Aleph
  -Miguel de Unamuno, Niebla

jueves, 5 de enero de 2017

Año nuevo, tal y cual

  Estamos estrenando el nuevo año, con todo lo que eso conlleva. Para mí, conlleva nuevos libros, nuevos proyectos, sueños nuevos. Y como en este blog se trata de compartir, me preguntaba qué títulos me recomendaríais para el año que comienza. ¿Os animáis a darme alguno?

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Antígona, de Sófocles

   Hemos perdido la reseña de Antígona... pero ¿hacía falta recordar su argumento? ¿Es necesario describir una vez más la tragedia por la que pasa la joven tebana?, ¿sus conflictos interiores al saber que un real decreto le impedía enterrar a su hermano? 
   Antígona es un mito fundamental de Occidente. Sí, de Occidente. Porque en él ha aprendido una cultura entera lo que significa ser humano. La historia de la hija de Edipo manifiesta que la conciencia es una ley más profunda que cualquiera de las que dictan los hombres, y que seguirla es el imperativo que nos distingue de los brutos. 
   Sería sencillo hacer referencia aquí a un tema tan a flor de piel en nuestra sociedad como la desobediencia civil. Pero es que el tiempo en que vivimos ha hecho de ella un asunto manido y trasnochado, algo que se ha convertido en moda, rasgo propio de un colectivo que encuentra su identidad en seguir la voz de su amo. Y así se pierde la esencia del mito. Antígona habla de una voz y de un amo que no son los del grupo; habla de ese núcleo íntimo y personal que nos constituye en lo que somos. 
  El dilema entre obedecer el dictado de la autoridad establecida y seguir la propia conciencia, a riesgo de perder la propia vida, es tan antiguo como el mundo que llamamos Occidente. Y eso es precisamente lo que Occidente parece haber olvidado. Retrotraernos a nuestras raíces nos da una visión nueva de quiénes somos; una visión original. Volver al origen es volver a nacer. Quizá es eso lo que necesitamos.